Londres: la ciudad del todo

Amante y ferviente detractora de las definiciones, Gaba vive en el gris que separa el periodismo de la academia (o eso trata). Después de vivir y estudiar en Londres volvió a su amada Buenos Aires esperando esperando convertirse en la David Sedaris del periodismo de moda (¿ambición? ¿qué es eso?). Escribió para La Nación Revista, Daily Metal y Fashion Theory Russia, entre otros. Aquí su crónica de viaje.


¿Paraguas? Presente.

¿Laptop? Presente.

¿Post-its? Presentes.

¿Libros? Presentes.

Con la mochila llena de básicos, un tapado de piel negro sobre los hombros y un par de Docs resguardándome los pies, me sentí lista para afrontar las frías y húmedas calles de la capital británica. Entre charcos teóricos fashionistas caminé el pasillo que separaba la cocina de la puerta. No llovía pero el cielo gris indicaba que, como casi todos los días, en un par de horas podía (o iba a) llover. Otro día perfecto para terminar mi tesis.

Eran las 8 am y, cual estrella de Hollywood, la llovizna se hacía esperar. Un día perfecto para surfear la infinidad puestitos del Ridley Road Market. Con el piso eternamente mojado y olor a carnes rojas y blancas, frías y calientes, crudas y cocidas, el mercado se impone como una experiencia multi-sensorial. Entre tambores africanos, dialectos foráneos y voces distorsionadas del mejor dancehall jamaiquino, la garúa que empieza a caer sobre las pieles oscuras de los trabajadores y clientes del mercado ayudan a armar el rompecabezas espacio-temporal que se desarma cada vez que Dalston Lane muere a los pies del mercado. Como todos los días, Ridley Road Market es un regalo para los sentidos.

En esta fila bidireccional, Europa, África y Centroamérica colisionan en una armonía estética digna de los pueblos diaspóricos. Los plátanos aparecen en su versión comestible y en su versión estampada, los headwraps dejan de ser pintorescos objetos de apropiación cultural y se erigen sobre las cabezas oscuras que los portan como una realidad atemporal, cotidiana y hereditaria. Comida y vestido allí se funden en un recuerdo nostálgico de la cultura madre: Guyana, Etiopía, Jamaica y Nigeria se hacen tangibles a través de turbantes multicolor, cornrows, túnicas y ritmos graves.

 

Como una cachetada de realidad, Kingsland Road, la avenida local de la mezcla posmoderna, se materializa dejando la multiculturalidad del mercado en la memoria cual pasado eterno e intermitente. Paso tras paso, Londres se dibuja gris y europea una vez más. Enfrente, el overground; a la izquierda, la City; a la derecha, el barrio judío ortodoxo; atrás la diáspora africana. En todos lados, los artistas, diseñadores, tatuadores, ciclistas, barbados, cancheros y amantes del buen café. Sobre las veredas, tiendas orgánicas, supermercados, bares gay, clubs y boutiques vintage, todos conviven con locales de apuestas, burkas y ferreterías. La Londres gentrificada se cristaliza en un viaje croscultural.

Enmarañada en una horda de chicas altas, tatuadas, teñidas de azul o tal vez violeta y con septums perforados cual cancheros toros, cruzo la avenida en busca de un tren. Todas vamos en la misma dirección: sudoeste. Algunas van a Shoreditch; tierra de agencias, redacciones, restaurantes, galerías, graffitis, cafecitos y más tiendas cancheras. Otras van a King’s Cross a recorrer los mil estudios del gigante del diseño, Central Saint Martins. Alguna que otra, me acompañará en el arduo recorrido por el epicentro de la ciudad, Oxford Circus. El resto se reparte aleatoriamente entre los boroughs londinenses.

A través de sus gigantes lentes de pasta, mis compañeras de viaje miran sus teléfonos y, como si hubiese cierta relación magnética, bajamos todas juntas, dejando atrás un paisaje monótono de trajes oscuros y camisas blancas. Los hombres de la City versus las chicas creativas, contienda internacional. Ellos con sus caras recién afeitadas y maletines prolijos, nosotras con melenas salvajes y labios multicolor. Entre las mochilas de MSMG y las polleras midi, se cuelan los tapados de piel vintage y los caps de béisbol. Adelante y atrás mío, la variabilidad londinense no hace más que hablar de las consistencias británicas: su estética preferida es la libertad estilística.